Hay vidas difíciles, otras que no son

¿Quién le gritó en la cara:
usted no es nada, ya no es usted?
Ya no es usted, señor, ya no es usted.
“Garrincha”
Alfredo Zitarrosa

Lo conocían por Andrés en las cercanías del Mercado del Puerto. Al apellido lo necesitó recién cuando ingresó al hospital con el treinta por ciento de su cuerpo quemado. Para dormir en la calle envuelto en harapos y recibir por caridad algún plato de comida de los vecinos que habían aprendido a quererlo, le alcanzaba con una identidad más recortada.

En la madrugada del 15 de julio alguien prendió fuego su sillón, los andrajos con los que le hacía frente al frío y de paso a él. Su vida no tenía un valor sustancialmente distinto y seguramente afeaba el paisaje. La noticia dice que las cámaras registraron a un hombre que pasó en bicicleta, arrojó algo y empezó el fuego.
Más allá de la atrocidad en cadena que significa una persona en situación de calle y un crimen espantoso como éste, lo que me resultó todavía más revelador fueron las declaraciones del imputado. Alegó en su defensa que había comprado una cerveza, la tomó y tiró el recipiente al mismo tiempo que el resto del cigarrillo que acababa de fumar. Según él se trató de un accidente y recién al día siguiente se enteró por algún informativo que su descuido había tenido consecuencias no buscadas. Pasemos por alto la conducta incorrecta de tirar la botella en un espacio público y que mucho menos era el lugar para dejar el cigarrillo con brasas. Si su declaración fuera cierta, no advirtió que había una persona. Eso me parece revelador. Para él, esa persona no existía, formaba parte de ese sobrante humano que si no sirve estorba. Gente no necesaria, recurso humano para nada, ni siquiera alcanza el estatus de enemiga, no llega ni a delincuente. Gente que no es. Por eso no está del todo mal decir en defensa propia que pasó por allí, compró una cerveza y tiró el cigarrillo donde supuso que no había nadie. Efectivamente no había nadie, sólo alguien que no llegaba a ser alguien.
No sé si Andrés alguna vez fue “usted” o “señor” como para que alguien tuviera que gritarle en la cara que ya no era. Posiblemente la realidad no tuvo con él el trabajo que tuvo con Garrincha. No tuvo que quitarle “de pronto la multitud”, porque nunca estuvo para victorearle nada. Lo cierto es que esa noche no era nadie. Ahora, por lo menos en el Centro Nacional de Quemados tiene un apellido, un número de cama que no podrá ocupar otra persona porque él es alguien y está allí, una alimentación a sus horas y una historia clínica que dice que su estado es “reservado”. Para lo que ha tenido en los últimos tiempos, no es poco.
“Hay algo peor que la explotación del hombre por el hombre: la ausencia de explotación”. Recordé esta frase que una vez había leído en “El horror económico”, un ensayo de la escritora francesa Vivian Forrester de 1996. Lo que plantea es precisamente esa realidad que presenta el desarrollo de una economía cada vez menos centrada en el ser humano y más en la acumulación de riqueza hasta limitar con el absurdo. Una economía que no sólo no se encara hacia la satisfacción de las necesidades humanas sino que considera al ser humano superfluo hasta para producirla. “¿Es útil una vida que no le da ganancia a las ganancias?”, dice Vivian Forrester en lo que ella misma considera una pregunta «que uno teme escuchar”. Porque de que una vida no sea necesaria a que se considere correcto eliminarla, hay un paso.
“La campaña del desierto” constituye un capítulo importante de la historia argentina del siglo XIX. Es la toma de los territorios de la Pampa y la Patagonia por parte de los ejércitos gubernamentales que decían ir al desierto. Pero no había desierto ninguno. Era tierra fértil llena de gente. Por algo el maestro Domingo Faustino Sarmiento le escribe al presidente Bartolomé Mitre que “... no trate de economizar sangre de gaucho. Éste es un buen abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”. El avance de la civilización sobre la barbarie para usar los términos de Sarmiento, exigía no desplazar población de la zona sino quitarle primero su carácter de existente.
No era gente necesaria, ni siquiera explotable. Se podía tirar sobre ella la brasa del último cigarrillo e irse a dormir tranquilo, nadie moriría porque no había nadie.
Tampoco había nadie durmiendo en la calle en inmediaciones del Mercado del Puerto el 15 de julio.
En 2017 la Real Academia Española admitió en su catálogo el término “aporofobia” que significa fobia a los pobres. Le fue sugerido por la Fundación del Español Urgente ese mismo año. Urgía nombrar de alguna manera a un fenómeno que crecía. Flaco avance, pero reconocer su existencia es el primer paso para cambiarle el rumbo.-