Desde que el mundo es mundo

“Desde que el mundo es mundo” decía mi abuelo cuando quería afirmar que algo que siempre había sido de determinada manera debía seguir siéndolo. Aunque lo decía con la dogmática seguridad de un axioma matemático estoy seguro que la afirmación no convencía a nadie y que a él tampoco le daba mucha seguridad. Era una forma de explicar a veces lo inexplicable o de recostarse un poco más cómodamente en alguna pequeña certeza que lo cobijara de preguntas que lo tomaban medio desguarnecido. Por otra parte aunque la formulación lo niegue, no podía dejar de ser consciente de que su “siempre” era bastante más breve de lo que presumía. Y para peor seguramente sospechaba también que ni aún en su pequeño “siempre”, las cosas habían sido así.
Con afirmaciones de este tipo se han sostenido a lo largo de la historia normalidades que nunca debieron ser sostenibles. Se defendió la superioridad racial de las más diversas formas. Se defendió el dominio del varón sobre la mujer. Se defendió el derecho de la mayoría heterosexual a negar la posibilidad de otras formas de vivir la sexualidad, que los varones no se cortaran el pelo y que las mujeres “no vistieran como hombres”. Y la lista podría ser tristemente larga.
Desde que el mundo es mundo, hubo quien dijo: "ésa es la realidad". "Es la normalidad", dijo otro y hubo quien agregó: "bueno es que así sea" y no faltó quien dijera "así lo ha querido Dios". No faltó quien, desde su supuesta sabiduría, diera sustento teórico a esta normalidad intocable y sana. Hubo filósofos que sostuvieron que el varón es esencialmente superior a la mujer y desde la admirada Grecia clásica, madre de nuestras democracias, Héctor le puede decir a Andrómaca cariñosamente que se ocupe de las tareas que le son propias de su sexo: el telar y la rueca. Como mi abuelo, se cobijaba en la certeza que desde que el mundo es mundo esa división del trabajo fue la normalidad que garantiza una vida social armónica de acuerdo a las capacidades recibidas. Hubo teólogos como Santo Tomás de Aquino que defendieron la naturalidad de la servidumbre y el dominio como vocación de algunas razas, eufemismo que en muy poco aliviaba la concepción aristotélica de la legitimidad de la esclavitud. Tanto para el filósofo griego como para este padre de la iglesia, hay razas que llevan en el cuerpo las marcas de su natural carácter de siervas. Y eso, seguramente también dirían desde que el mundo es mundo.
Para Aristóteles, los etíopes como hijos de Sem, descendientes de Caín, estaban naturalmente destinados a ser esclavos. Fray Bartolomé de las Casas, defensor de los indígenas durante la colonización española en América, fundamentó teológicamente el comercio de esclavos negros para aliviar las penurias de sus defendidos y proveer de la mano de obra que el desarrollo económico necesitaba. En el Popol Vuh, los mayas quichés cuentan que los dioses hicieron al ser humano de maíz; en la primera prueba les quedó crudo y así nació el hombre blanco, en la segunda se pasaron de horno y surgió el negro, recién en la tercera que fue la vencida, dieron con el punto justo y surgió su raza, que por supuesto era la superior desde que el mundo es mundo.
Mi abuelo no había inventado nada, seguía la inercia de considerar que lo que había visto era lo que naturalmente debía ser. Así se construyen las normalidades. Si hubiésemos nacido en una sociedad en la que los hombres usan polleras las llevaríamos sin problemas. Me alegro que no tengamos que hacerlo, pero si ésa fuese una costumbre inveterada en mi entorno, hasta habría encontrado sus ventajas.
Normal es aquello que está de acuerdo a una norma socialmente aceptada. Es la sociedad la que le otorga ese carácter. Y es la sociedad la que en otro momento se lo quita. Si hubiese entrado a un templo valdense hace setenta años, hubiera encontrado a las mujeres en unas filas de bancos y a los varones en otra. Hubiera visto a las parejas separarse en la puerta para ocupar cada uno su lugar porque así era lo normal desde que el mundo es mundo, y además habría oído que eso es bueno.
La normalidad se construye, eso es inevitable y no está mal. Necesario es que tengamos en cuenta que toda normalidad es precaria y no necesariamente buena, al contrario, siempre será mejorable. La normalidad es hija de las circunstancias. Si el uso de tapabocas se prolongara por años y las nuevas generaciones aprendieran a ver el mundo embozalado, ésa sería la normalidad. Y para ellas sería desde que el mundo es mundo. La negación de los abrazos, el saludo con el codo, la privatización de la comunitaria ceremonia del mate son fenómenos excepcionales, y personalmente quisiera que lo siguieran siendo, pero si por décadas se prolongaran, no tendría más remedio que admitir que se transformarán en una “nueva normalidad”.
Eso no le daría tampoco de suyo el carácter de legítima ni menos aún de buena. Esas dos condiciones pertenecen a la normalidad que siempre está por alcanzarse. La búsqueda de una realidad en la que lo normal se identifique con el bien común, es la meta a seguir, que como el horizonte, está ahí pero siempre un paso más allá.-