De libros y otros virus peligrosos

Los libros siempre fueron enemigos de las tiranías. Las de todos los signos y todos los tiempos los persiguieron, los destruyeron, los demonizaron, los proscribieron. El bibliotecario ciego en aquel convento medieval de “El nombre de la Rosa” se las ingenió para envenenar las páginas del libro prohibido.
Por lo menos quien lo leyera no viviría para contarlo. Los barbas valdenses recorrieron gran parte de Europa por siglos desde el 1200 con los Evangelios, los Salmos y otros fragmentos bíblicos en la memoria porque la hoguera siempre estaba prendida para quien fuera acusado de portación ilícita de libro.
Durante otros tantos pudieron leerlos pero en la nueva normalidad del confinamiento de los Alpes y guardando con los no contagiados, la distancia sanitaria recomendable. Y como muestra por hoy bastan estos dos botones que me atropellan la memoria. Personalmente me recibí de profesor de Literatura sin haber leído en los programas regulares de Literatura uruguaya a Juan Carlos Onetti por ejemplo, que ya era premio Cervantes, algo así como Nobel para las letras hispánicas.
Hasta 1985 sus libros contagiaban enfermedades peligrosas. Por supuesto llevar debajo del brazo “Las venas abiertas de América latina”, por citar un ejemplo, podía ser motivo de detención y leerlo en público directamente un ilícito. Hasta los “Cielitos patrióticos” de Bartolomé Hidalgo, el primer poeta de la patria, pasaban por el colador. Había fragmentos bíblicos “desaconsejados” para los programas que llamábamos “Ciencias sociales deformación”.
Recuerdo que en mi último año de práctica docente el profesor Ricardo Pallares hizo leer en un sexto año opción derecho “Tirano Banderas” de Ramón del Valle Inclán, un escritor español nacido en el siglo XIX y considerado precursor de las novelas de dictadores latinoamericanos.
Bajito como hablábamos entonces le pregunté: “¿y esto profesor? ¿por qué no figura en la lista negra?” -"La ignorancia ajena, muchas veces es nuestra aliada", me dijo. Lo disfrutamos casi con la misma picardía infantil con la que lográbamos llevar el pelo dos centímetros encima del cuello de la camisa. Parecía un gesto que cambiaba la historia.
Los libros fueron siempre objetos sanamente indómitos, sinónimos de liberación, de apertura, de ideas, de conocimiento, de encuentro. Elementos todos sumamente peligrosos cuando lo que se defiende es el pensamiento único y la razón que no permite razonar.
Bajo el reinado universal del Covid-19 se vivieron este año dos fechas vinculadas con el homenaje al libro y la lectura. El 23 de abril fue el “Día Internacional del libro” que se celebra en unos cien países desde 1988 con el auspicio de la UNESCO. La razón de la fecha es que el irrepetible 23 de abril de 1616 murieron en mutua ignorancia William Sha-kespeare, Miguel de Cervantes y el Inca Garcilaso de la Vega.
En realidad no fue así, pero sería impresionante que hubiera sido, de manera que como justificación sirve. Pero en Uruguay, para que no digan que todo llega tarde, ya teníamos desde 1940 el “Día Nacional del libro” que se celebra cada 26 de mayo para recordar la fundación de la Biblioteca Nacional ese día pero del año 1816.
Los libros podían haber sido los grandes ganadores de este tiempo de aislamiento, por lo menos para quienes tienen la posibilidad de que así sea. Sin embargo su triunfo viene siendo muy relativo. Y no me refiero al formato libro en papel, podría haber sido el triunfo del ebook o de algún otro soporte que le diera cuerpo a la lectura.
Pero en este tiempo de la inmediatez, la comunicación repetitiva y la clonación de mensajes, es la lectura la que no gana, la que pudo haber contado con el tiempo a su favor pero no con la disposición.
Sus verdaderos enemigos no son las listas negras, ni las piras, ni siquiera la competencia de los medios electrónicos y las redes sociales que oscilan entre la condena teórica y la adoración práctica. Es un estilo de vida en el que la sobreabundancia de información invasiva e impuesta a fuerza de machaque vende un espejismo de libertad que es la negación de la libertad verdadera, aquella que conduce a compromisos asumidos y nos libra de decisiones de rebaño.
Cuando más que ser es importante parecer, no sorprende hoy que también los libros sufran una metamorfosis de significado en el que las tapas tengan más importancia que las páginas.
Durante años me causó gracia la anécdota de un amigo librero que me contó de un cliente que cuando cambiaba el juego de living compraba uno o dos metros de libros de mismo color.
Ahora que las reuniones, las conferencias, las clases, hasta los cumpleaños ocurren sólo en las plataformas virtuales de comunicación, los libros forman parte de la mise en scene.
Todo quien se precie de señor de tal o señora cual, tiene que aparecer frente a una biblioteca bien surtida y variopinta.
No existe, por supuesto, se vende la ilusión, el telón de fondo. Y parece que el negocio funciona. Cada quien podemos tener nuestra biblioteca a bajo costo de dinero y ninguno de lectura. Pero eso es un detalle.
De alguna manera los libros dejaron de ser indómitos y es una verdadera lástima, pero no del todo, y ahí brilla una esperanza.-