EDUCAR ES MUCHO MÁS QUE ENSEÑAR Y APRENDER
Guardando la cuidadosa equidistancia de dos metros y privatizando la comunitaria ceremonia del mate, conversamos una mañana con los profesores Juan Javier Pioli y Javier Correa Morales acerca de la educación en estos tiempos de cercanas lejanías, qué posibilidades y qué limitaciones nos llevan a un balance.
Juan Javier Pioli es licenciado en Teología por el Instituto Universitario ISEDET
de Buenos Aires y profesor de Historia egresado del Instituto de Profesores Artigas de Montevideo.
Es secretario de Teología del Centro Emmanuel.
Javier Correa Morales, profesor de Historia egresado del Instituto
de Profesores Artigas y magister en Historia
y Memoria por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
de la Universidad Nacional de La Plata en Argentina.
Desde marzo de este año vive en Colonia Valdense.
«Me niego a repetir la afirmación de que vivimos una nueva normalidad»
Así me recibió Javier Pioli ni bien arrancamos la conversación. Es profesor de Historia en Enseñanza Secundaria y en la Universidad del Trabajo, básicamente con cursos de primer ciclo, adolescentes de un promedio de 14 años de edad. «El aula y el encuentro cara a cara es una forma de aprendizaje insustituible», me dijo.
En su opinión hablar de «nueva normalidad» es peligroso porque tiende precisamente a normalizar una situación que debe considerarse una excepcionalidad. Se puede hablar de emergencia, de alternativa ante la imposibilidad de desarrollar los cursos de manera presencial, o utilizando las plataformas virtuales como herramientas, pero no puede volverse normal que se transforme en la única modalidad para la educación porque la pérdida es enorme. «Cuando la alternativa es no hacer nada, está bien que hagamos algo, pero coincido en que no es para nada una situación ideal», dice Javier Correa Morales que participa de la conversación. Es docente, también profesor de Historia, pero con cursos de bachillerato en Enseñanza Secundaria y otros en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.
«En la Universidad hace bastante tiempo que se trabaja con plataformas virtuales. Una de las materias que doy, Historia Local, pertenece a la Tecnicatura Universitaria en Bienes Culturales (TUBICU) que dicta la Facultad en los centros universitarios de Paysandú y Tacuarembó. Esos cursos tienen, desde siempre, modalidades virtuales y presenciales. Las clases virtuales se daban mediante videoconferencias, los estudiantes se reúnen en un salón de clase, con el entorno adecuado, una pantalla grande y comparten el espacio –físicamente– con otras/os. Más allá que puedan existir, ocasionalmente, problemas de conectividad, las clases por videoconferencia funcionaban bien.
«La situación que se vive hoy es totalmente distinta», continúa. «Esos mismos estudiantes se conectan desde sus casas, quienes pueden por supuesto. La conectividad no siempre es buena, no todos tienen un lugar, ni el equipo adecuado. Sabemos que hay estudiantes, no solo en Facultad, que no encienden el video para que no se vea el entorno de su casa, porque no disponen de un ambiente privado para las clases. Hay una cantidad de situaciones más, muy diversas.
A veces la asistencia al centro educativo es la posibilidad de salir, aunque sea por un rato, a un ambiente de estudio, de cierta tranquilidad. Por ejemplo, alumnas que son madres no siempre pueden desprenderse de las tareas de su casa si no salen. Hay una cantidad de variables que no favorecen. Tengo un grupo en el liceo nocturno de Colonia del Sacramento: de la gran mayoría de los estudiantes en lista no tengo respuesta. En muchos casos no responden a los llamados o al seguimiento que se intenta hacer desde el centro educativo».
Que las hay, las hay
Los profesores Correa y Pioli coinciden en señalar ventajas y posibilidades de estas herramientas en el ámbito educativo. Permiten acortar distancias, hacen posible el acceso a clases o conferencias y materiales a los que alumnos en localidades muy apartadas de la capital, o aún de las capitales departamentales no accederían de otra manera.
Pero siempre considerando que son herramientas que se suman para enriquecer el proceso educativo, nunca teniéndolas como únicas.
Se me ocurre pensar, y se los digo, que hay otros aspectos de la comunicación educativa que con el uso exclusivo de estas plataformas irremediablemente se pierden. Pienso en expresiones que se vinculan con lo emocional, con lo afectivo, el manejo del código gestual, el acercamiento a aquel alumno que está distraído, el llamado de atención, el acompañamiento más personalizado a quien va quedando atrás en la comprensión o en el seguimiento de los contenidos. «Totalmente», afirman, «el manejo de la disciplina en el buen sentido de la palabra. Hay que pensar nada más en el uso del celular que es una fuente de distracción permanente y universal. En una clase se puede controlar, y de hecho hay que hacerlo, su uso. Se le puede pedir al alumno que lo guarde, que lo apague, pero si no comparten el mismo espacio con el docente y con el resto de los compañeros, ese control es imposible.»
El proceso educativo no es sólo la trasmisión y asimilación de información y de datos que alguien que sabe da a quien los desconoce. Este esquema vendría a ser una simplificación de lo que Paulo Freire llamaba «educación bancaria». La educación que verdaderamente forma implica un ida y vuelta alumno-docente y también alumno-alumno.
Sobre esto, Javier Pioli agrega: «un elemento que para mí es central en la educación es la mirada del otro. Esa mirada que me interpela, que transparenta un montón de emociones y procesos por los que la persona está pasando cuando conversamos. Es la mirada que me dice si está aburrido, si no comprende, si se le ocurrió una cosa genial pero no sabe cómo decirla. Esa mirada del otro me da identidad a mí como sujeto, me pone en un lugar de relacionalidad, me ayuda a cambiar sobre la marcha»
A modo de anécdota, contó sobre una videoconferencia que tuvo hace poco, con 20 estudiantes de los cuales solo cinco tenían la cámara encendida.
Les pidió, casi les rogó, a quienes podían y no les daba vergüenza, que encendieran la cámara. «Sentía que solo eran cinco. Necesitaba saber que los demás estaban ahí, necesitaba ver y escucharlos para saber que tiene sentido lo que estoy haciendo.
No hay dudas de que esta excepcionalidad también es cierta, pero tenemos que preguntarnos si lo que nos moviliza, si lo que alimenta nuestra vocación no es otra cosa que la mirada del otro.
Esa otra persona cuyos gestos y palabras dan sentido a mi tarea».
Las conversaciones en el aula, las intervenciones, las preguntas hechas desde la más sabia ignorancia son una fuente insustituible de formación. Y todo esto no es posible aportarlo desde las plataformas virtuales. El aula es un espacio educativo que las plataformas de comunicación no pueden sustituir.
El Covid-19 dicen que es nuevo, las situaciones que deja al descubierto tienen mucha edad.
En el aula las diferencias entre estudiantes que cuentan con acompañamiento familiar, estímulos, materiales, espacios adecuados para estudiar sin hablar de aspectos más elementales todavía como buena alimentación, corren con ventaja.
Cuando el aula no está, esa diferencia entre quien tiene y quien no, se vuelve mucho mayor.
Y el distanciamiento social corre más riesgos de volverse una normalidad contra la que la educación debe luchar.-